lunes, 26 de septiembre de 2011

El país está más dividido, pobre y rabioso


Y del otro, a la deriva en el Atlántico, los ibéricos en su península.
Algo análogo ocurrió en Venezuela en la segunda etapa de la democracia bipartidista, aquella que comenzó con Luis Herrera Campins y se hizo notoria cuando Acción Democrática sustituyó, en el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, el sujeto “pueblo” de la poesía de Andrés Eloy Blanco por el “individuo competitivo” de las recetas del Fondo Monetario Internacional.
Un desprendimiento similar.
Una parte del país ­la que a fuerza de engrosar las cifras de pobreza entendió que el futuro era un paisaje de niebla­ se fue desprendiendo de la otra, la que rebozaba bienestar o por lo menos tenía un mínimo de condiciones de vida como para aguardar la luz al final del túnel.
Los primeros, excluidos, se fueron en la balsa a la deriva diciéndole adiós no sólo a los de tierra firme sino a un modelo político por el cual no estaban dispuestos a quebrar una lanza más. Muchos lo alertaron. “La mayoría de los ciudadanos apoyaría cualquier otro tipo de régimen si les garantizan una mejor calidad de vida”, advertían los académicos. Pero los de tierra firme no escucharon. Tenían los vidrios del auto cerrados y el aire acondicionado encendido.
Cuando Hugo Chávez llegó a la Presidencia, la pequeña grieta ya se había convertido en brecha descomunal. El país estaba roto, la mayoría asqueada de los banqueros, desencantada de los políticos, poseída por la desesperanza y la sensación de haber sido víctima de una estafa histórica.
La historia había puesto al todavía joven teniente coronel golpista frente a una gran oportunidad. Con todo el apoyo popular de su parte, podía convertirse en el líder de una gran transformación social que reunificara a los ciudadanos en un proyecto compartido de país. Pero el líder mesiánico no lo entendió. En vez de convertirse en el gran sanador que la patria necesitaba, en el hombre que ­como Mandela en Suráfrica­ gobernara para todos, limara las diferencias e intentara poner la casa en orden, restituyera la institucionalidad averiada, minimizara las desigualdades sociales y convirtiera la renta petrolera en el motor del bienestar para todos, hizo exactamente lo contrario.
Prefirió optar por el camino vengador, implacable y resentido de Pol Pot, Muamar Gadafi o Fidel Castro. Ensanchó la herida. Hizo lo posible por infectarla y lo logró. Destruyó el ya empobrecido aparato productivo y nos hizo más dependientes aún de la renta petrolera. Y, lo más triste, introdujo nuevas patologías en la vida nacional: el odio político, la persecución ideológica y el culto a la personalidad.
Ahora ya no hay vuelta atrás.
El país está más dividido, pobre y rabioso que antes de su llegada. No ocurrió como en Cuba, porque tampoco hubo aquí fusilamientos masivos, y porque Miami no queda a ocho millas, que los ciudadanos demócratas de cualquier clase social huyeran del país dejándolo en manos de un partido único. Se han ido muchos, es verdad. Pero entre más años pasan, más personas se incorporan a la lucha política y más sólida se hace la convicción de impedir cueste lo que cueste el modelo militarista en construcción.
En diciembre de 1998, Gabriel García Márquez, luego de volar desde La Habana a Caracas en compañía de Hugo Chávez, terminó su entrevista confesando que le había “estremecido” la sensación premonitoria de haber estado conversando con dos hombres. “Uno a quien la suerte le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y, otro, un ilusionista que podría pasar a la historia como un déspota más

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